Es hora de despedir a 2023 por todo lo alto, de dar un portazo a este año que ha sido como mínimo tan aciago como los tres o cuatro anteriores. Hagámoslo como se merece, recordando un disco que, como el que suscribe, acaba de cumplir tres décadas en nuestro planeta, y como yo también, aún confunde a les expertes. Ver un álbum de un grupo prepúber siempre suscita las mismas preguntas inconcluyentes; a la sazón, quién demonios compraba esto, y por qué la matrícula de su furgoneta coincide con la que observaron a la salida de la guardería Sta. Teresita del Niño Jesús el pasado jueves, esa de los cristales tintados. Ir a la tienda a por un disco de los Bom Bom Chip (!) no tiene que hacerte necesariamente sospechose de ningún crimen, pero es un poco como grabarte un tattoo de ese ligue que conociste en la Siroco a las cuatro de la mañana: técnicamente te puedes deshacer de él, pero las secuelas físicas son lo de menos. ¿Quién te va a pagar a ti la terapia?
Y hablando de gente que ha precisado de ayuda psicológica profesional (cosa que yo aconsejaría a más gente, incluso a quienes no tienen un pasado en la música infantil): Bom Bom Chip, cinco personajillos de peinados y actitudes totalmente distintas. Cristina, la niña rubia. Rebeca, la niña menos rubia. Estela, la que ya no es rubia en absoluto. Y los dos peques con cara de trabajar de secuaces de la mafia calabresa, José Luis y Sergio (el de la derecha, el que se cruje el puño porque te va a partir la cara). Cinco caras frescas para forrar una carpeta, o el corcho de una investigación policial. Cinco rostros que son un vestigio de una época remota, donde la inclusión era asegurarse de que había una niña con el pelo liso y otra con él más ondulado. Qué tiempos, eh. Estaba casi curada la viruela y todo.
El nombre de la panda ya es de toma pan y moja, parece más adecuado para el cuerpo de baile de un espectáculo de José Luis Moreno que para esta muchachada de no-renacuajos. Si le dices a alguien que no haya oído jamás hablar del grupo "yo estuve en Bom Bom Chip", tu interlocutora en el mejor de los casos responderá que lo siente, no habla código morse; en el peor pensará que has pasado los dieciséis primeros años de tu vida encadenade en un sótano. Un destino espero sea mucho peor que la realidad de ser un OG Bom Bom Chip (hubo un conato de revival que se quedó en un fichero .mswmm borrado ya hace mucho), aunque provoque similares caras de lástima.
No somos renacuajos es el segundo de nada menos que cuatro discos, lo que hace que nuestra BBC favorita tenga más trayectoria que Robert Johnson, los Sex Pistols o Nirvana, pero no dejes que eso te deprima. De hecho, si empiezas a notar síntomas de anemia o falta de ganas de vivir, la peñita tiene algo que recomendarte: ¡toma mucha fruta! Este hit es aún hoy el más recordado por nuestra generación, y no escasean las razones: Sergio gruñe como si te fuera a apalizar si no te comes esa chirimoya inmediatamente sobre un beat technohardcore, aderezado con el efecto de un tío hincándole los piños a una Royal Gala. Según nos cuenta, comer mandarinas o peras limoneras es todo ventajas, pero es la banana madura la que es una locura. Es difícil perderse el doble sentido de toda esta retahíla vegetal, pero si hay alguien extremadamente naïf en la sala pues no pasa nada, porque los degenerados que han planeado ese vídeo musical (y quizá sea cómplice de algún crimen por sólo enlazarlo y verlo, pero qué le vamos hacer: compartid mi destino al menos) no han tenido reparo a la hora de sexualizar a niñas y niños: el look unisex de tirantes y nada más es demencial, pero la elección de cubrir determinadas zonas de esas muchachas con enormes huellas de manos lo supera de largo. Es que no puedo mantener el tono jocoso: ¿a quién diablos se le ocurre un atentado semejante? ¿había gente cabal en 1993 capaz de ver esto sin pestañear? ¿les han metido presos ya o siguen ostentando cargos en el Obisp[MI ABOGADO HA INSISTIDO EN QUE NO TERMINE ESTA FRASE]?
Al final del clip hay una clara imagen de una oruga irguiéndose hasta adoptar una posición erecta, y desafío, os reto DOS VECES, a defender una postura que sostenga que no se trata de un símbolo fálico. ¿Soy yo el problema? ¿Yo el que debería estar entre rejas? Por favor, no me dejéis en ascuas.
Como fingiendo que hay vida después de lo que acaba de pasar, empieza "Tengo un novio de Hawai" con una especie de torpe proto-beatbox que dura mucho más de lo necesario: a esa base simplona se van uniendo elementos hasta que una de las chiquillas canta sobre un nativo hawaiiano polinesio con una gran variedad de bañadores que la corteja y uh ah ah badumbadam baramban ay ay ay. No se nos hace explícita la edad del aborigen, sólo que la sobetea para ponerle protector solar; quizá algune antropólogue en la sala que conozca las tradiciones de las tribus kanaka maoli pueda aclarar si hay alguna que acostumbre a perforarse el ombligo y con qué años lo hacen; hasta entonces estimo que tendrá unos 37. El estribillo se repite tantas veces que lo de que un tiburón te arranque el corazón de un aletazo suena como una muerte placentera en comparación; Amnistía Internacional empezó a poner el grito en el cielo por lo de Guantánamo al descubrir que les ponían "Un novio de Hawai" a los condenados.
Es verdad que aunque "Toma mucha fruta" es clara en su mensaje exhortativo, flaquea a la hora de especificar los beneficios nutricionales de tal acción, por lo que "Dame vitamina C" podría tener un propósito aclaratorio; nada más lejos, sin embargo: es un grito de auxilio. Abrumades por todas las complicaciones de una infancia terrible en los albores de los noventa (déficit de atención, conflictos domésticos, las películas de Jean Claude Van-Damme), imploran a un camello off-screen que les proporcione esa sustancia estimulante a la que llaman "vitamina C", a todas luces cocaína. La letra parece sacado de los diarios de Harris y Klebold, así que temo por las vidas del profesorado que tiene que aguantar a estos mini-drogatas. Falta Focusín a carretadas, porque Bom Bom Chip repite el estribillo al menos media docena de veces hasta que la canción termina con una secuencia de orgásmicos jadeos, ofrecidos sin comentario alguno, que dan paso sin costuras al siguiente corte, "Miércoles", porque esto es ahora The Dark Side of the Moon.
Os estaréis preguntando: "¿y por qué no sábado?". Es que esta va de la niña tétrica de la familia Addams, esa que está tan de moda ahora (y no me sorprendería que la serie de Jenna Ortega sea el motivo por el cual el tema es el segundo más escuchado de BBC en Spotify). Tras una introducción instrumental larga como un día sin pan alguna muchacha de la banda enriquece el mito de la tenebrosa Addams: que si habla con espíritus, que si botes de formol, y no sé qué de una cama de dominatrix, que no conocía yo esa faceta suya. Con sus siniestros e inquietantes sonidos, está lista para ser la cabecera de cualquier futura producción de Netflix que involucre al personaje, aunque sea una más castiza en la que la chiquilla se haya visto obligada a poner candelabros por su casa tras varias denuncias por impago de Unión Fenosa.
Como un Miura desde toriles entra el tema epónimo, "No somos renacuajos", como cogiendo carrerilla: tanto reprís lleva que Sergio, o José Luis, o Agustín el Bom Bom Chip perdido, hace aquaplaning vocal sobre la pista, con una voz como de fumador de Camel vitalicio. Es un alegato a la validez de la niñez, atacando a quienes piensan que por ser un mocoso alguien no puede, por ejemplo, presentarse a las elecciones. Incluso aluden a la estabilidad mental de alguien como yo, que opina que es un despropósito todo lo que está pasando en mi cóclea: "si te falta un tornillo / quizá puedas pensar / que cantamos como grillos / ¡y eso no es verdad!). Esto te lo firma Trent Reznor fácilmente: ese encabalgamiento extraño del estribillo inspiró sus momentos más experimentales del Downward Spiral. Creo. Tras setecientos mil martillazos del estribillo y una coda esperpéntica, nos vamos al levante. Pónganse un flotador indigno.
"Me voy a la playa", y no hay nada que podamos hacer al respecto. Se ve que hay un merodeador suelto, no sabemos si con archivo policial abierto, que persigue a una de las niñas hasta el punto de tener que cambiarse de acera nada más ver su faz acechando, e incluso de preferir ser escolarizada por las clarisas si ello supone alejarse; mientras se soluciona el traslado de expediente, la cantante pretende eludir a su stalker en la blanca arena de Chipiona, en lugar de poner una querella. Es molesta como sólo una canción de la época puede serlo: de manera efervescente, psicotrópica, una rave neuronal que puede dejarte tan al bies como lo ha hecho con la madre de los cinco monstruitos, si obedecemos lo que "A mamá le falta un tornillo" quiere decirnos.
Mami toma antidepresivos pero que ese hecho no pare la party, no. Y sí, al parecer es una misma señora, porque en el grupo se autodenominan "hermanos", mucho antes de que "bro" se usara como muletilla en todo el territorio nacional. La mujer que tiene que aguantar a esta jarca estaría justificadamente psicótica, y aquí los síntomas no pueden tergiversarse: duerme hasta tarde (depresión severa), no se identifica con los dramas ajenos (personalidad narcisista), comportamiento compulsivo y cleptómano, e incluso abusos a quelonios. Con ese historial delictivo, la verdad es que el quinteto ha salido demasiado sano, aunque luego llegue "Aventura interestelar" (aunque Spotify la llame inestelar) a poner en tela de juicio esa afirmación. Una nave de Ganímedes tuvo la culpa.
El caso es que unos marcianos han abducido y, como nos explican en riguroso detalle, han experimentado a placer con otra de las integrantes femeninas, que claramente se están llevando la peor parte del trauma: los versos se centran en pormenorizar la clase de barrabasadas que los extraterrestres han perpetrado sobre su físico, incluyendo rayos indefinidos y mechas brasileñas, pero es el estribillo el que cuenta los efectos en la psique. "Era una chica normal / ha cambiado, nada es igual", proclaman, y entendemos que, por mucho que insista en que esa diferencia consiste en haberse convertido en Uri Geller con coletas, hay algo mucho más profundamente oscuro ahí, en alguna parte. Algo que, si no se trata, puede encender la mecha de la catástrofe.
Efectivamente, la catástrofe llega en "Esto sí esto no", que por fin rinde homenaje a la influencia musical más importante del disco, la de Chimo Bayo. De algún modo, alguien pensó que estas rimas de juego de la comba a medio cocer sobre el ritmo makidance de la discoteca Mariloli de Burjassot merecía cinco minutos y medio de bits, de 0s y 1s que nunca podrán reorganizarse espontáneamente hacia una sinfonía de Beethoven, o una foto del Taj Mahal, o en general nada bello. Pequeños pulsos electromagnéticos que siempre serán "Esto sí esto no", al menos hasta que la entropía haga de las suyas en un eón o cien.
Y tú me preguntas, niña, "¿cuál es el más tonto de los dos?". Pues bien, creo que sabes la respuesta perfectamente.
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